Instituto Electoral del Estado de México

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Hace algunos años, con un motivo baladí, Félix Cortés Camarillo descalificó las opiniones de un adversario ocasional con una frase oportuna e ingeniosa para quienes se quieren colgar de las famas ajenas: “Ahora resulta que todos íbamos a los toros con Renato…”.El gracejo punzante de Félix me vino a la cabeza con motivo del homenaje de la ciudad de México a mi querido Abel Quezada, cuyos dibujos se van a exponer en uno de los enrejados del bosque de Chapultepec, precisamente en la parte norte, sobre el Paseo de la Reforma.

Por eso me ha dado en recordarlo. Muy pocos fueron favorecidos con la muestra extrema de confianza de Abel: dibujar frente a ellos. Era como ver un rodaje de Cantinflas.

Mientras trazaba con cuidado y delicadeza, Abel sacaba entre los labios la punta de la lengua. Tenía una permanente sonrisa de travesura y se colocaba los anteojos donde acaba la nariz.

—¿Cómo ves?, —preguntaba y se reía mientras mostraba el boceto.

La trayectoria de Quezada en la prensa mexicana es irrepetible. El fin de su carrera ocurrió de manera también insólita: todos los periódicos publicaron una página con su trabajo. Para entonces ya había pasado por Ovaciones, Excélsior, Novedades y The New Yorker. Poco tiempo después su obra pictórica (melancólica y “naive”) fue expuesta en el Museo Tamayo.

Una tarde me pidió acompañarlo a una comida en el Club de Leones. Lo habían invitado como orador y ahí les dijo a los socios, muchos de ellos empresarios medianos y pequeños la dimensión de un compromiso:

—“Si alguien me plantea un negocio viable para generar empleos y producir buenas cosas, con calidad internacional, yo apoyo con mi dinero”.

Y para describir las causas de nuestra poca evolución en los negocios contó un chiste en cuya moraleja está la diferencia entre México y los Estados Unidos,

“Estaban dos amigos, uno mexicano y otro gringo. El segundo le dice al primero:

—Mira cómo somos eficientes en mi país. Llama a su ayudante, un muchacho muy joven, y le dice, toma este dinero, tráeme unos Lucky Strike y dos Coca-Colas de la tienda de la esquina.

El patrón —como si viera una película— comienza a describir los pasos del muchacho quien ya sale del edificio; ya entra a la tienda, pide el tabaco; ya lo paga, ya viene de regreso, ya sube la escalera y ya está aquí. En ese momento la puerta se abre y el joven entrega cambio y paquete a su jefe.

—¿Ves? —dice.

—Eso no es nada desafía el mexicano, quien le habla a su asistente. Le pide lo mismo, pero en una tienda dos calles más allá de la primera. Mentalmente repite el trayecto; “…ya viene de regreso, ya sube la escalera y ya está aquí”. Efectivamente, la puerta se abre y el tepiteño le pregunta a su jefe:

—“Oiga, ¿qué me encargó?”.

Eran bellas las tardes en la oficina de Abel en la calle Lancaster. Los miércoles después del naufragio en Excélsior, me citaba cerca de las once de la mañana y me pedía mis observaciones sobre cosas de la calle, detalles invisibles excepto para los ojos de los reporteros. Cosas aparentemente nimias, detalles de la vida urbana, interpretaciones de los hechos políticos. De todo quería saber, todo lo anotaba y debidamente procesado todo lo aprovechaba en futuros cartones.

Un par de horas más tarde Abel se preparaba para salir a comer. En su oficina donde había siempre música suave y como decía Pepe Alvarado, “un pálido jaibol” comenzaban a llegar los amigos. Discretamente Abel sacaba una chequera de su escritorio y me decía con sencillez, “toma, gran Rafa, por tu tiempo; nos vemos la semana entrante”. Al firmar mostraba la punta de la lengua entre los labios.

Por muchos meses no tuvo mi casa otro ingreso.

Durante la campaña de José López Portillo, René Arteaga, Pedro Ocampo Ramírez y otros más, hicimos una especie de memoria semanal de los recorridos electorales del único candidato. Era una tarea fácil. Todo era fácil bajo la dirección de Abel. El semanario se llamaba El correo mayor pero tuvo una vida muy efímera.

Al acabar la campaña y comenzar el gobierno, el nombramiento de Quezada como director del Canal 13 y su fulminante cese a veinte minutos de haber tomado el cargo, fueron la primera señal del porvenir: un gobierno de prontos, de caprichos, de insensatez constante. Así nos fue.

Abel había querido expresar en público la solidaridad con sus compañeros de Excélsior obligados a renunciar seis meses antes, después de un pleito político en la cumbre, cuyo desenlace fue el manotazo de Luis Echeverría y la imposición de una nueva dirección en la hoy desaparecida cooperativa.

Su llegada a la dirección del sistema oficial de televisión presagiaba (en su discurso) el fin del invierno y la apertura de los caminos de la primavera. López Portillo no lo entendió así y lo echó sin dejarlo siquiera sentarse en la oficina.

—Vámonos, gran Rafael, ya nos estamos convirtiendo en profesionales del exilio. Y nos fuimos. Yo detrás de él.

En el Periférico “Solovino” nos movió la cola.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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