Instituto Electoral del Estado de México

Obviamente esta columna debería estar dedicada íntegramente a los graves asuntos cuyo atención merece y demanda la reflexión periodística. Debería explicar –o advertir al menos–, la desgracia sobre la radio nacional si se permite la demagogia de la radio “comunitaria”, cuya condición de ONG radiofónica va a desaparecer una industria con miles y miles de empleos formales en un país requerido de ellos como Durango de la lluvia, sea o no sea Día Mundial del Agua.

Pero antes de eso, o mejor dicho, además de eso quiero escribir mientras escucho el piano mágico de Ramón Emilio Valdez Amar, enemigo de las barbas de Fidel y enamorado de la danza interminable de un teclado lleno de puntos y contrapuntos; notas partidas y empujes frenéticos, dulzura sin fin y pausas como lagos habitados por sirenas antillanas.

–¿Cómo coños tocas tú el piano así, Bebo?

Porque debo decir, a Ramón Emilio nadie le decía por sU nombre, todos lo llamaban “El caballón “ o simplemente “Bebo”, como “be-bop”, pero sincopado por la pronunciación del “feeling” caribeño.

–Pues así, respondía, pues así, y de las negras manos con nudosos dedos como bemoles con uñas, caía el surtidor de tonos sobre el teclado y en la amplia boca saltaba una sonrisa.

La escasa luz sobre los canales de Estocolmo era ya un aletazo de nostalgia encima de los verdosos tejados del Parlamento y sus edificios anexos; el Palacio del Rey y la oficina del alcalde. Los termómetros se morían en la comodidad de los seis grados bajo cero, lo cual era como una fiesta para quienes aguardábamos inexpertos e impreparados, el ramalazo polar de veinte o veinticinco.

Pero no se puede vivir con esas temperatura si alguien –como sucede con mi amigo, a quien por economía llamaré Federico– lleva en los genes eslabones de africano y oaxaqueña, pues como un extraño capricho su madre nació en Tutultepec y su padre en una de las Canarias, Santa Cruz de Tenerife, creo, lo cual produjo en su composición física una mezcla poco recomendable. En las Canarias hay camelos y en Oaxaca, iguanas. Nomás no.

Además en las islas, cuando así fueron nombrados esos desprendimientos norafricanos desperdigados en el Atlántico a los cuales Saramago llamaba balsas de piedra, no por los pájaros amarillos sino por los canes, lo cual a estas alturas nada significa, pero en fin.

Mi ya dicho amigo tuvo desde la infancia, cuando yo lo conocí en la misma etapa, tenía una extraña vocación por la música tropical (rumba, pues), alentada por un enorme piano incómodamente ubicado a la mitad de la sala de su casa. Ese instrumento cumplía una discordante función decorativa y nadie lo tocaba en serio. Ni en broma.

El padre de mi amigo había sido un notable luchador comunista cuya vida se medía a saltos de mata y pendencias sin fin contra dictadores y gobiernos reaccionarios, en España, Portugal o donde fuera. Un demócrata armado a veces hasta los dientes, pero no es la suya una historia para contar ahora.

Todo este devaneo debe llegar a aquella caminata en Estocolmo.

La tarde se hizo noche y el frío necesidad.

Con las manos en los guantes y los guantes en los bolsillos, Federico yo habíamos caminado entre dársenas y puentes; canales y aceras, parques y jardines, edificios con ventanas de vaporosos cristales durante mucho rato, estremecidos paso a paso por los relámpagos azules de tantos bellos ojos femeninos, apenas visibles tras el embozo de gordas bufandas o caperuzas de lana. Nos dolían los pies y según recuerdo, las muelas y sus amalgamas.

Doblamos una esquina y llegamos a un enorme hotel de una cadena gringa. Sin más entramos y el suave calor artificial de una calefacción estilo Nueva York nos atrajo, nos sedujo y nos invitó al bar.

Y ahí fue donde ocurrió el milagro.

Sereno, majestuoso en al ejercicio de su ministerio de gran obispo del piano, estaba “Bebo”. Pero en ese tiempo no sabíamos quién era. Nada más vimos a un negrazo sentado en un piano maravilloso mientras por los ventanales se soltaban los vientos del Valhala y nosotros nos sentíamos como los marinos de Ulises, arrastrados por el teclado de las sirenas.

La conmoción musical de Federico se mostró de inmediato. También su sorpresa:

–¿Ya oíste eso?

Y no bien me lo dijo cuando a zancadas (como “El caballón” él también mide más de uno noventa), ya había llegado ante el virtuso y con los ojos entrecerrados y los dedos irreverentes sobre la cola (del piano) iba siguiendo el ritmo acompasado de un “jazzecito” melodioso.

Cuando eso ocurrió el mundo era muy diferente. Para empezar, “Bebo” estaba vivo. También Olaf Palme. No exstían los “I-pod” ni las “apps”. Nosotros éramos jóvenes y no habíamos oído hablar nunca (al menos yo) de ese artista cuyo aspecto distaba tanto del fenotipo nórdico.

No sabíamos nada de él, ni siquiera –como después—su pueblo de nacimiento, allá en Quivicán, a donde nunca he ido, ni tampoco de su exilio y su mundo de invierno tan lejos de la calma vespertina de la isla mayor de las Antillas; ni su paso por el Tropicana ni su mítico grupo “Sabor a Cuba” ni su amistad con Paquito de Rivera o Benny Moré.

Mucho menos íbamos a imaginar su trabajo con Fernando Trueba en Calle 54 ni el genial disco con Diego “El cigala” y las lágrimas negras escritas, como todo mundo sabe, por Miguel Matamoros.

Y luego nos contó y nos dijo de su exilio y de su esposa rubia y la verdad nada de eso nos importaba, ni siquiera a Federico uno de cuyos parientes participó en la Revolución Cubana y su familia es bien conocida por el Comandante. Pero poco valía en ese momento, nada más importaba la música, como casi siempre queda probado al final del camino. El musgo en los oídos, el terciopelo, la dulzura, , el ritmo, la perfección sacerdotal del ejecutante.

La verdad yo no se cuál es el sentido de todo esto, si aquí debería haber una columna política dedicada a las graves cuestiones del endeudamiento sorpresivo del gobierno del DF, cuyo anterior alcalde (el mejor del mundo, dijo) ocultó durante meses la deuda con los constructores de la Supervía y la Línea Dorada y ahora se la endilga al actual jefe de Gobierno quien se halla de pronto con un descomunal boquete en el presupuesto y una demanda de los constructores.

Pues no sé, pero la muerte de Valdez, de quien la prensa inventa un pasado “anónimo” en Suecia, cuando mejor debió decir, nostálgico y un tanto amargo, me ha llenado de recuerdos y por mis ojos volvieron esas horas como también, por inevitable asociación la plática con “El cigala” –años después–, cuando un toro le perforó la cara a Julio Aparicio y el cantante con los dedos llenas de anillos de plata nerviosa, le soltaba una interminable rogativa al Cristo de los gitanos para tardío amparo de tan desafortunado torero.

A final de cuentas, no todo es política.

También los periodistas estamos hechos de la suave materia de los sueños.

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Pero sólo por no dejar hablemos un poco de los desfiguros políticos en torno de la Ley de Telecomunicaciones.

El primer premio para Alfonso Durazo por su encendida condena al Congreso (irresponsable y agachón), el cual fue objeto de su furia por decidir mayoritariamente en contra de los compromisos del ex viudo de Colosio cuya muerte, por cierto fue recordada ayer.

El segundo por esta parrafada incomprensible del diputado (petista, but of course), Arturo López Cándido, sobre las “radios comunitarias”: representan el derecho de las comunidades mañas alejadas y marginadas a transmitir su idea y acceso al derecho a la información que está estrechamente ligado con los derechos humanos, especialmente coaligados con la libre expresión”.

Y como gran cereza en el pastel se le debe a Gerardo Villanueva (del MC, but of course) al elogiar las potencias constitucionalistas del #yosoy132, cuya propuesta reformista (según él) tenía mayor profundidad, seriedad, veracidad, verdad, habilidad, continuidad, personalidad y todo cuanto termine en ad… como dejad.

Ya tomar en serio esas mamilas es tirarse cabeza al pozo.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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