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Dos noticias me guiñan la mirada desde el fondo gris de un diario. Joan Manuel Serrat cumple setenta años de edad y anuncia, por otra parte y sin directa relación entre ambas cosas, una serie de presentaciones en el Palacio de las Bellas Artes de esta ciudad.

Lo primero no me sorprende. Me recuerda cuando Renato Leduc cumplió ochenta y una muchacha le dijo, ¿usted cuántos años tiene maestro? Y él serio le respondió yo soy octogenario, señorita.

Ella, con los ojos azorados le comentó casi con lascivia: ¿Octogenario, señor! ¿A su edad?

Los primeros 70 años de Serrat nos hacen pensar a todos quienes lo conocimos personalmente o sólo a través de su música, cómo nosotros también hemos envejecido quizá con la misma alegría suya y en muchos momentos gracias a su música y sus canciones. En mi caso los recuerdos serratianos son muchos y muy divergentes.

El primero (ahora, casi medio siglo después, del día de nuestro primer encuentro ya se puede hablar de eso; ha pasado tanto tiempo) es la imagen de un fauno catalán en desnuda persecución de una ninfa azul en la suite contigua a donde vivieron Liz Taylor y Richard Burton en el Hotel María Isabel.

Entre ese momento y los días actuales hay un arco lleno de anécdotas y memorias simples, cuya escena final es el palacio de Minería, obra mayor de Manuel Tolsá, cuyo silencioso caballo alza la pezuña, allá afuera, en la Plaza del edificio de Comunicaciones donde Maximino Ávila Camacho cobraba gestiones de gobierno, “en efe y por Adela”. Pero en fin. En ese edificio la Universidad Nacional le impuso el doctorado “Honoris causa”, tiempo después de un concierto memorable en la escuela de Ingeniería bajo la suave luz de la media tarde y el estrépito floral de las jacarandas.

–¿Me permite darle un abrazo, Doctor Serrat? le dije.

–No me jodas, negro”. Y me dio un beso en la mejilla.

Así pues, la primera memoria es venérea, una mujer desnuda (viene de Venus, la diosa erótica) y la más reciente, “venera”, pues se denomina así la decoración con el cual se exhibe en el cuello el grado adquirido en órdenes militares o académicas. Ya si la venera (vieira, en gallego) es también la concha de un molusco y alguien le quiere hallar otras connotaciones tan simbólicas como la imaginación permita, pues es cosa de cada quien.

Ahora mismo cuando escribo, debajo de mis ojos se extiende una bellísima bahía. Quizá la más hermosa del mundo. No es tan grande como la de las Banderas, en Puerto Vallarta, pero como están en la misma costa podríamos decir que son hermanas. Santa Lucía y la jaliciense y en alguna de ellas uno podría quedarse para siempre o alzar una negra oriflama de desconsuelo por una pérdida o por una espera. Esperar, dicen, es ensayar la muerte.

Por lo pronto y en la línea de la desnudez femenina quisiera compartir una letra. No es de Serrat, aun cuando en su hábito de popularizar la poesía y transformarla en canción nuestra de cada día, se ha valido de los versos de Mario Benedetti y resulta al menos sugerente para terminar o iniciar el año. Cada quien.

“Una mujer desnuda y en lo oscuro

Tiene una claridad que nos alumbra,

De modo que si ocurre un desconsuelo

Un apagón o una noche sin luna

Es conveniente y hasta imprescindible

Tener a mano una mujer desnuda.

“Una mujer desnuda y en lo oscuro

Genera un resplandor que da confianza.

Entonces dominguea el almanaque,

Vibran en su rincón las telarañas

Y los ojos felices y felinos

Miran y de mirar nunca se cansan.

“Una mujer desnuda y en lo oscuro

Es una vocación para las manos.

Para los labios es casi un destino

Y para el corazón un despilfarro.

Una mujer desnuda es un enigma

Y siempre es una fiesta descifrarlo.

“Una mujer desnuda y en lo oscuro

Genera una luz propia y nos enciende.

El cielo raso se convierte en cielo

Y es una gloria no ser inocente.

Una mujer querida o vislumbrada

Desbarata por una vez la muerte.

“Una mujer desnuda y en lo oscuro

Tiene una claridad que nos alumbra

De modo que si ocurre un desconsuelo

Un apagón o una noche sin luna

Es conveniente y hasta imprescindible

Tener a mano una mujer desnuda”.

Pues dicho lo anterior y a la vista del mar yo le podría agregar a don Mario, algunas cosas, sin afán de competir (no podría) o enmendar (no lo necesita) su alta poesía, pero dejemos esas divagaciones para otra ocasión.

A veces –le diría–, ante el descubrimiento de esas playas suaves y de blancura infinita, uno supera a Cristóbal Colón en el hallazgo, de verdad del nuevo mundo. Tan nuevo como para convertirnos en la carabela de todas las bahías.

La última carta que recibí de Serrat, cuando aun había correos y estampillas, papel y pluma fuente, lleva una línea suya de despedida: “…un abrazo Mediterráneo”, me decía.

Yo con esta columna le digo a él, bienvenido, un abrazo con todas playas del Pacífico.

–o–

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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