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Mi primer encuentro con él fue en el lejano año 1970, cuando después del éxito incontenible de Cien años de soledad el colombiano regresaba a la ciudad de México, donde lo esperaban como en otro tiempo sólo se le dispensaba tal tumulto a El Ratón Macías.

Hoy, cuando la salud de Gabriel García Márquez es tema de atenta y, en muchos casos, considerada preocupación para muchos de sus lectores y hasta quienes ni siquiera conocen su obra, pero han oído de su fama interplanetaria, es tiempo ––o pretexto— para pensar y recordar algunos momentos. A diferencia de algunos de mis amigos, por ejemplo Jacobo Zabludovsky,  jamás tuve una relación íntima con García Márquez, razón por la cual nunca lo he llamado Gabo, pues la confianza se debe reservar para quienes la han merecido.

Mi primer encuentro con él fue en el lejano año 1970, cuando después del éxito incontenible de Cien años de soledad el colombiano regresaba a la ciudad de México, donde lo esperaban como en otro tiempo sólo se le dispensaba tal tumulto a El Ratón Macías. En una ocasión, en Lima, ante una recepción de igual desmesura, dijo que antes sólo se les hacían esas peloteras a Pérez Prado o Lucho Gatica.

Los reporteros de entonces, apostados en el aeropuerto y cobijados por el grupo llamado AMRA, tratamos de sacarle palabras y él nos contestó con palabrotas y se fue lleno de carcajadas con su amigo Álvaro Mutis, con quien por cierto lo hallé en el último saludo al Gaviero, en el restaurante El Cardenal de San Ángel.

No escribiré aquí de aquella célebre noche del puñetazo que derrumbó a García Márquez y de paso se cargó al “boom” como idílica visión de latinoamericanos felices en la Barcelona de los años setenta, cuando la literatura se embarcó en las carabelas del retorno (como barcos con mariposas en el velamen, como en cuadro de Dalí) y los escritos de Colombia, México, Argentina, Cuba y Brasil conquistaron la mente y el mercado editorial de España y de paso el resto del mundo.

Y no lo haré por prudencia y porque ya lo he escrito en otros momentos. Si alguien lo quiere hallar en una de sus consecuencias, podría acudir al libro de Julio Scherer La terca memoria, donde consigna mi intervención entre él, Mario Vargas Llosa con la fracasada finalidad de sumergir el incidente en el olvido y no llevarlo a las páginas de los diarios.

Sólo diré de aquella noche: se trataba de una función premier de La odisea de Los Andes, dirigida y producida por Álvaro Covacevich con un libro cinematográfico de Mario. Lo demás ha caído en el surco de tantos chismes desinformados como para ya no insistir en su elucidación. García Márquez, a quien yo le puse una hamburguesa “Heaven-Cielo” (estábamos en Oaxaca y Monterrey) en el ojo amoratado, terminó en la casa de María Luisa, La China Mendoza, con otro bistec en la hinchazón.

Hoy recuerdo una tarde en la embajada de Francia. Un amigo recibía la Legión de Honor y Gabriel estaba invitado entre otros muchos. La embajada está pletórica. Una rubia espectacular se le acercó y le pidió una fotografía.

—¿Me permite una foto con usted?, le dijo antes del auge del “selfie”.

—¿Desnudo o vestido?, le contestó Gabriel, quien le advirtió: desnudo cobro más.

—Ah, le dijo la audaz joven. ¿Le puedo pagar con un  beso una, vestido? Y le puso los labios en la mejilla mientras el fotógrafo hacía lo suyo.

Mi esposa, Patricia, me pidió algo inusual:

—Yo quiero una foto con él. Dile.

Me acerqué y con un poco de pena ante todo el tropel de pedigüeños en busca de lo mismo, le dije:

—Gabriel, le pido esta fotografía con mi esposa amparado en un derecho literario.

—¡Ah!, sí, ¿cuál?

—Soy un buen lector de su obra. Se lo puedo apostar. Es más, me acuerdo de cosas ya olvidadas.

—¿Cómo cuál, por ejemplo?, me dijo retador.

—Como el nombre de “La elefanta”.

García Márquez abrió los ojos detrás de sus enormes lentes de recio vidrio y hurgó en los recónditos rincones de su memoria de escritor.

—La elefanta, la elefanta, ¡carajo!, ¿cómo se llamaba la Elefanta?

—Sí, la de Cien años de Soledad. Sí, sí claro, decía ávido de hallar el nombre perdido de Camila Sagastume.

—Cuando se lo dije me refirió al origen, así se apellidaba un odioso cura de su pueblo, Sagastume.

Y entonces nos tomamos la fotografía. Una en trío y otra con ella.

racarsa@hotmail.com

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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