Instituto Electoral del Estado de México

En algunas ocasiones me he referido aquí a una obra interesantísima para quienes sienten interés por la política y la historia. Una recopilación de discursos políticos a lo largo del tiempo. Antología universal del discurso político, editada por Carlos Slim.

Como una primera aproximación a la idea central de este texto diría algo: la historia humana es también la historia de las palabras perdurables. Del Sermón de la Montaña al sueño de Luther King en el profundo sur estadunidense, uno puede reconstruir la historia a partir de ideas, frases, discursos, proclamas, manifiestos.

Nada refleja mejor a una persona como sus palabras, porque a fin de cuentas éstas sacan a la superficie sus deseos, anhelos o frustraciones. Quien se dice dispuesto a algo, quien lo anuncia con la fuerza de una advertencia, es porque ya ha pensado (o deseado) hacerlo. Quien habla de crimen es porque cree posible cometerlo. Por eso los políticos han hecho de la promesa una herramienta, casi siempre mal empleada o falsificada.

Cuando Francisco Franco dijo, si para pacificar a España debo fusilar a media España, y casi lo hace, nadie podía llamarse a engaño. Las palabras nos definen, pero también nos limitan y describen. Por eso deberíamos ser cautelosos cuando hablamos.

Pero cuando un político dice algo indigno de la luminosa frase con la cual ganará inscripciones en el bronce o en el mármol, también debería merecer un sitio en la antología mundial de las desventuras. Porque también, a pesar de la legión de asesores, constructores de discurso (como se les llama ahora); consejeros y “comunicólogos”, los políticos suelen hundir el tobillo en el fango. O algo peor.

Deberíamos hacer una antología de las frases con cuya pronunciación algunos personajes les ayudaron a sus críticos.

En este sentido se debería analizar también esa especie de verbo “auto punitivo” con el cual a veces se flagelan los próceres. Cuando alguien critica una acción de gobierno, se puede discutir la validez de la crítica, pero cuando la propia lengua es látigo y sentencia, ¿cómo ayudar a quien de manera poco comedida consigo mismo se castiga solo?

Nadie puede ayudar a quien dice en medio de la marejada devaluatoria su determinación invariable para “defender el peso como un perro”. No se puede gobernar como perro, pues.

Quizá se pueda sonreír ante el atropello a la lógica de quien ha declarado un fenómeno meteorológico como un evento cuya presencia “ni nos perjudica ni nos beneficia sino todo lo contario”, pero tampoco se le puede tomar demasiado en serio.

El político siempre busca la frase cuya contundencia o profundidad trascienda la historia y la convierta en un apotegma, como si el respeto al derecho ajeno fuera la paz; por ejemplo, o siempre se debieran ofrecer sangre, sudor y lágrimas, pero cuando llega el dislate, la idea deja de ser maravillosa y se convierte en estigma, puya o recordatorio de un error cuya repetición acompañará al hombre por el resto de su vida.

Así nos acordamos de Vicente Fox y su célebre:

— ¿Y yo por qué?

En ese mismo sentido hubo hace pocos días dos expresiones desafortunadas. Alguien las calificaría de otra manera, pero yo lo dejo en eso. Dislates, errores, infortunios verbales.

Una fue del presidente Enrique Peña, quien para reforzar los motivos financieros del “gasolinazo”, preguntó en un mensaje a la Nación, ¿ustedes qué habrían hecho?, como si alguien pudiera responder o tuviera la capacidad de obrar en ese espinoso y complejo asunto.

La otra fue la falsamente modesta confesión de Luis Videgaray, quien se manifestó lego de toda amplitud en los asuntos de la cancillería y les dijo a sus futuros colaboradores cómo venía a aprender de ellos, sin percatarse de la trascendencia de su ignorante condición, pues si Tlatelolco (ahora Juárez) fuera una escuela, no se le nombraría secretario, sino alumno en el Instituto Matías Romero, el cual para eso sirve y para eso está, para preparar diplomáticos.

Pero las palabras nos esclavizan. Contra ellas no hay defensa posible.

Ya se conoce la verdad de aquel proverbio árabe: el hombre —y la mujer, para no ofender al género—, es amo de su silencio y esclavo de sus palabras y no debemos abrir la boca sin pensar las consecuencias de una frase, de una amenaza, de una advertencia o de una mala ocurrencia.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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