En diciembre de 1968 un amigo mío había seducido a una rubia sobrina del Tío Sam, quien loca de amor por su “latin lover” lo invitó a conocer las heladas tierras de Wisconsin y de paso presentarle a su familia y comer pavito en el marco de una fiesta navideña.

Mi amigo me invitó y como éramos un par de parrapas menesterosos, decidimos cruzar todo los Estados Unidos en autobús. Dos meses antes había terminado de manera terrible el movimiento estudiantil, del cual no fui protagonista; cuando mucho espectador y manifestante ocasional.

Con unos pocos ahorros y algún dinero familiar, emprendimos la marcha. Cuando llegamos a la frontera teníamos, como dice García Márquez de Simón Bolívar, un  “callo escabroso” en el sieso después de 24 horas de incomodidad sedente. Y todavía faltaba mucho más.

Al llegar al puesto fronterizo tuve mi primera e inolvidable experiencia con un agente gringo de migración.

No si será un delirio de la memoria transformada, pero podría jurar su enorme parecido con Donald Trump. Güero cara de loco.

Para no alargar la historia, tras preguntarme en un sentido de interrogación ya respondida por su propia sentencia, si yo era comunista, el güero me dijo que no podía entrar a su país. Punto. Y si quería hacerlo debía mostrar solvencia económica: cinco mil dólares y un boleto de avión de regreso, con fecha no mayor de diez días. No tenía ni lo uno ni lo otro.

Tras marcar con muchas anotaciones y sellos de infamia el pasaporte y cagarse en la visa, me dijo “out”. Yo le dije entre dientes chinga tu madre y me fui. Durante casi 20 años no tuve una visa normal. Cuando más, “one entry only”.

Y la mentada ni se oyó.

Afuera hacía frío. La noche juarense cortaba con filos de viento. Mi amigo, cuya suerte fue idéntica a pesar de haber mostrado la amorosa carta de invitación de la rubia enamorada, caminaba con las manos en los bolsillos mientras balanceaba su maleta-mochila. Molidos, expulsados, hambrientos, caminamos por el puente.

Pero yo me porté como un patriota.

Al llegar a zona nacional, con apenas un pié en la línea, urgí a mi bien entrenado cuerpo a una micción vengativa. Hice cuanto se hace para orinar y el cálido y humeante chorro, mojó la patria de Winfield Scott; Wilson, Sam Houston, Pershing y demás gringos de esa laya y me sentí casi, casi un niño héroe. Les había meado, como león en celo, el territorio ajeno.

Después de eso ya podían los gringos saber el motivo de su nacimiento y la causa de su muerte. Sin bandera me había arrojado contra las peñas de Chapultepec. Eso fue patriótico y defensivo, tanto como si hubiera ido al ridículo de marcha de ayer por la mañana.

Propuesta  por la sociedad civil, cuyo comportamiento no fue del todo civilizado, a la hora de la paternidad mediática y el aprovechamiento politiquero de unas y otras señoras convocantes (juntas; ni difuntas), la marcha de ayer fue un remedo de unidad. Todo les salió mal.

Si querían mostrar a un país sólido, unánimemente agrupado en defensa de su identidad, de su noción de la convivencia entre naciones soberanas y todo lo demás, no pudieron, sólo mostraron dos grupos de personas tironeándose la manta unas contra otras, incapaces de agrupar a los miles y  miles cuyo volumen apenas mostraría  el tamaño de la indignación.

No apareció ni Arne con sus pañales contra la embajada. Ni para eso les dio el coraje, ya no digamos para derribar las vallas de Reforma entre Río Danubio y Río Sena. Qué pena.

Más allá de las fobias o cualquier otra consideración hay un hecho incontrovertible: la llamada “unidad nacional” no existe. La noción de mexicanidad se dispersa en lo anecdótico y lo intrascendente.

Por años quisimos ser (hasta Monsivais lo dijo) la primera generación de gringos nacida en  México y ahora no sabemos cómo reaccionar ni siquiera ante algo tan simple como una rabiosa y furibunda política de agresión.

Si el gobierno ha fallado la sociedad ha probado cuanto  se merece a ese gobierno. O al menos cómo se parecen.

Pero eso si, cantamos el Himno Nacional como si fuera un ensalmo o una fórmula mágica para alejar al enemigo, como un conjuro de exorcismo, como una declaración por encima de los hechos, como cosa de chamán.

Y ante el resultado,  la actitud de los medios causaba un poco de hilaridad.

Algunos decían, en sus portales de las 3 de la tarde, “Varios miles protestan contra Trump en CDMX”, mientras otros se dejaban de cuentas y sólo publicaban: “Entonan himno nacional en El Ángel”.

Trump debe estar de lo más preocupado ante este bloque indestructible detrás de su muro.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

4 thoughts on “Cuando el patriotismo da risa”

  1. Tal vez si hubieran invitado a los Ángeles Azules a la marcha, hubiera llegado más gente. Donald Trump está que no duerme y ya debe estar considerando modificar su actitud ante la vida después de la marcha.

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