México, como en todos los indicadores mundiales de conductas negativas, tiene un índice altísimo de violencia contras las mujeres. No voy a repetir la estadística, es tan obvia como innecesaria.

Violaciones consumadas dentro y fuera de casa a cualquier edad; estupros, forzamientos no denunciados, resignaciones mal comprendidas; horrores domésticos, infancias de vergüenza; golpizas, venganzas económicas dentro del matrimonio, insultos cotidianos, ultrajes diversos, parientes abusivos, padrinos o padrastros con “derechos” íntimos de toda categoría; ginecólogos con patente de manoseo y algo más, sicólogos o consejeros con divanes para todo propósito y oportunidad cuando las víctimas han entregado –y pagado además–, los secretos de sus flaquezas y su intimidad; y por desgracia una enorme cantidad de mujeres calladas, dóciles en la frustración de una pasividad obligada, temerosas, humilladas y a fin de cuentas en estado permanente de degradación y sometimiento.

Hoy, a ese catálogo de violencia urbana, se pueden sumar todos los atavismos rurales, campesinos y proletarios, por los cuales las mujeres son personas de segunda. O de tercera, cuya obligación es callar y soportar. Su silencio es su tolerancia.

Y su alguna vez llegan a denunciar o a hablar, la burocracia (y la sociedad) las mete en un laberinto del cual no saldrán ilesas. La venganza por las denuncias será peor de cómo fueron las razones para presentar una querella, una queja, una acusación.

Y no hablemos de los miles de feminicidios anuales. Ese es el horror sin remedio. La muerte.

Es cosa, dicen los reyes de la superficialidad, del machismo mexicano, como si esa actitud y esa conducta necesitaran el pasaporte de Tlatelolco para existir.

Lo anterior viene a cuento por la explosión de acusaciones en los Estados Unidos contra Harvey Weinstein, dueño de una poderosa compañía productora, cuyas cintas, en ese país, han dominado el quehacer cinematográfico en los años recientes.

¿Cuántas veces vimos al porcino señor Weinstein, con su redonda y abrumadora humanidad, blandir como una antorcha los muchos “Oscar” logrados por su firma en decenas de películas espléndidas? Muchas.

Y en todas esas escenas lo miramos rodeado de las increíblemente bellas mujeres de la pantalla, las cuales lo abrazaban y le agradecían públicamente el trabajo colectivo, pues (dice el lugar común); “…el cine es un trabajo de equipo…”.

Pero bastó un artículo en el NYT, escrito por Ronan Farrow, para soltar la cascada de revelaciones. Prácticamente todas las estrellas del cine contemporáneo, sufrieron –de una manera o de otra– el acoso de Weinstein; pero hasta ahora no he sabido de ninguna cuya historia detalle la consumación absoluta, reiterada, de dicho comportamiento.

Todas dicen haber sido acosadas, ninguna confirma haber sido violada.

Y si lo hace es apenas con la insinuación o la lógica inferencia de hasta donde llega una actitud de esa naturaleza. Un abuso de poder, es cierto, una marranada, también, pero a fin de cuentas, una porquería en grado de tentativa, si nos atuviéramos únicamente al dicho de muchas de las quejosas.

No se trata, obviamente, de conocer detalles morbosos ni mucho menos, pero si de veras se quiere castigar a este abusivo, lo deberían presentar no como un acosador con nudillos veloces en las madrugadas de puertas de hoteles hollywoodenses o manos

ágiles para pellizcar nalgatorios en la oficina, sino como un “violador serial” en toda la extensión y gravedad de la palabra y el delito.

Quienes en la juventud leímos “Hollywood Babilonia”, de Kennet Anger, tuvimos desde entonces una idea de cómo son las cosas allá.

Quienes fuimos reporteros de espectáculos, así haya sido un poco tiempo o trabajamos en TV(especialmente en las áreas del espectáculo; no tanto de la información), sabemos como son las cosas aquí. No todos son Sergio Andrade, pero muchos quisieran serlo, al menos en esos medios. Y a veces lo consiguen.

Las acusaciones contra Weinstein tuvieron el efecto de las fichas verticales del domino en fila. Provocaron una reacción en cadena cuya efectividad oscila entre el escándalo y la protección.

Los hipócritas de la industrtia, sabedores y cómplices de todo cuanto ahora parece serles novedoso, se han dispuesto a echarlo de sus filas.

Un anuncio de la actriz Merryl Streep con la leyenda de “Lo sabía” (y calló) ha sido retirado de los suburbios de Los Ángeles. Todos se llaman a sorpresa, hasta quienes dicen –cuatro, cinco o más años tarde–, haber sido sorprendidas y vejadas.

Tema complejo este pues oscila entre el pudor, el morbo y el escándalo.

A nadie le gusta ofrecerle al gran público información por la cual puede ser señalada, imaginada en situaciones comprometedoras (o vista, si se divulgan videos) y estigmatizada, así no haya tenido la mínima voluntad de tolerar lo intolerable y a fin de cuentas tolerado por un largo silencio y, quizá, sufrido encubrimiento.

Mientras no se resuelvan las consecuencias sociales de una denuncia total de estas conductas –sin una doble e injusta estigmatización estimulada por tabloides y revistas chismosas–, muchas mujeres seguirán callando o contando verdades incompletas.

Y ese es un camino para la impunidad, la repetición y la costumbre. El uso y la costumbre.

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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