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Apenas a una semana de la muerte de Luis González de Alba; como si fuera una siega generacional, deja este mundo René Avilés Fabila. La bala y el vapor; la intención y la sorpresa. Del primero no hay nada por decir, ya esta dicho.

Del segundo sólo encuentro las palabras de Rubén Bonifaz Nuño, citadas a su vez por “El Águila Negra”, como a veces le decíamos algunos a René, en su discurso pronunciado en el homenaje al poeta cuyos versos nos jugaron un albur de amor.

“La muerte es una compañera que está sentada en el brazo del sillón, mordiéndome lentamente, lo poco que me queda libre. La veo sin temor ni emoción, me parece completamente natural. La muerte, añade, es la desaparición normal de uno, mientras que la vejez es irse disolviendo de la manera más dolorosa y fea.” 

Hoy trato de recordar desde cuando escuché aquello del águila negra pero no cae la moneda en la alcancía de la memoria. Pero así le decíamos desde los tiempos anteriores al “unomasuno” cuando la discusión era si la literatura le pertenece a los narradores o los periodistas, por escribir la realidad a tropezones y carreras, éramos (o somos) también escritores por pleno derecho. Nunca acabamos esa discusión.

Para no alegar más, René hacía ambas cosas. Y, por suerte, muy bien las dos.

Pero René fue afortunado en la vida y después. Vivió con una elegancia propia. Se puso la capa de Arreola y tomó consejo de Rulfo. Fue amigo de muchos y siempre guardó distancia y respeto de su sus amigos.

No supo, como dice Gabriel García Márquez de la “derrota miserable de la vejez”. Atildado, siempre correcto y con afabilidad constante, René siempre sonreía, hasta cuando debía entregar un premio a un ausente (el homenajeado llegó después), como le sucedió apenas hace unos días en el Museo Nacional de Antropología en la tarde de las preseas de “Crónica”.

En esa ocasión, como les sucedió a todos quienes trabajamos aquí,  lo vi por última vez. Y vaya si estaba bien. Con humor, con gusto, con diligencia. Sin asomo de mal ni sospecha de enfermedad. Entero, correcto. Y a los pocos días, para envidia de muchos (yo entre ellos), la muerte le brinca del brazo del sillón y lo sorprende de un  solo golpe. ¡Zas!, se acabó, mi estimado.

Gracias. Como dijo el gitano, te deseo una buena muerte. No supo Avilés ni de la fealdad ni del dolor de la decrepitud.

Supongo muy variadas las reseñas por venir de sus textos y sus muchas novelas, de sus libros de cuentos. Enumerarlos todos resultaría largo y prolijo pues Avilés, a despecho de su auto promovida imagen de parrandero irremediable, era todo lo contrario. Un intelectual disciplinado, riguroso, analítico, responsable. Ni la trivia ni la trova lo vencieron.

Siempre supo hacia donde dirigir su tiempo y esperar sus ocios.

En la página 201 de “El reino vencido” (su sexta novela), el personaje, Emilio Medina Mendoza, busca en la taberna a su tío Orlando, un misántropo borracho cuya lectura de infinitos libros se desahogaba en “La piedra del sol”. No lo encuentra pero sí se sienta en una mesa a Otto René Castillo y al poeta Alfredo Cardona Peña de quien el gran René sería discípulo y amigo.

Mucho tiempo después, cuando Alfredo Cardona Peña murió y por propia voluntad fue necesario llevar sus cenizas a Costa Rica, su patria, su hijo, Alfredo, René y mi hermano Miguel Ángel, decidieron darle cumplimiento a la petición del difunto.

Y allá va la tercia con la urna en una valija. Tras nimios trámites aduanales y con el arenoso residuo poético a cuestas, en emulación de una película mexicana, se la toman por la libre y disponen un póstumo homenaje en trepidante lupanar de San José, en medio de música tropical y daifas de enhiestas pestañas color de madrugada.

La pregunta a la mañana siguiente era terrible y dolorosa como un cuchillo en el corazón:

–“¿Dónde esta papá?”; preguntó Alfredo Cardona Chacón.

–“No lo se,” respondió Miguel Ángel Cardona Bolaños. Lo mismo dijo René Avilés Fabila.

–“¡Carajo!”, gritaron todos, tenemos que buscarlo, ¿dónde, dónde quedó Alfredo?

Y con el sol inclemente de una resaca de pavor, los tres se fueron a hurgar en el silencio del congal, entre mesas volteadas y sillas patas para arriba; colillas, humos muertos, perfumes podridos de putas sin nombre ni pasado, el cómodo y callado sitio donde habían olvidado, en el más escandaloso de los desmadres, el cenicero final del querido tío Alfredo.

Encontraron la urna dentro de la caja de un tambor.

La limpiaron con las mangas del ron y el remordimiento del tabaco y sólo entonces le dieron cumplimiento a la última petición  del poeta, quien alguna vez escribió en silencio:

“…otros vendrán, probando que la tarde, sólo se profundiza con la muerte…”

Author: Rafael Cardona

Rafael Cardona

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